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La educación estética del hombre

La educación estética del hombre

La educación estética del hombre. Federico Schiller *

La belleza enlaza y suprime dos estados opuestos

La belleza conduce al hombre, que sólo por los sentidos vive, al ejercicio de la forma y del pensamiento; la belleza devuelve al hombre, sumido en la tarea espiritual, al trato con la materia y el mundo sensible.

   De aquí parece seguirse que entre materia y forma, entre pasión y acción, tiene que haber un estado intermedio y que la belleza nos coloca en ese estado intermedio. Y, en efecto, la mayor parte de los hombres fórjase este concepto de la belleza tan pronto como empiezan a reflexionar sobre ella; todas las experiencias lo indican Mas, por otra parte, nada más absurdo y contradictorio que el tal concepto, pues la distancia que separa la materia de la forma, la pasión de la acción, el sentir del pensar, es infinita y nada absolutamente puede llenarla. ¿Cómo resolver esta contradicción? La belleza junta y enlaza los estados opuestos, sentir y pensar; y sin embargo, no cabe en absoluto término medio entre los dos. Aquello lo asegura la experiencia; esto lo manifiesta la razón

   Éste es el punto esencial a que viene a parar el problema todo de la belleza. Si logramos resolverlo satisfactoriamente, habremos encontrado el hilo que nos guíe por el laberinto de la estética.

   Se trata de dos operaciones enteramente distintas, las cuales en esta investigación tienen que sostenerse necesariamente una a otra La belleza, decimos, enlaza dos estados que son opuestos, y que nunca pueden unificarse. De esta oposición debemos partir; debemos comprenderla y admitirla en toda su pureza y en todo su rigor, de suerte que los dos estados se separen con extremada precisión; de lo contrario, mezclaremos, pero no unificaremos En segundo término decimos: esos dos estados opuestos los enlaza la belleza, la cual, por lo tanto, deshace la oposición. Mas como los dos estados permanecen eternamente opuestos, no hay otro modo de enlazarlos que suprimirlos. Nuestra segunda incumbencia es, pues, hacer con toda perfección ese enlace, realizarlo con tanta pureza e integridad que los dos estados desaparezcan por completo en el tercero, sin dejar en el todo resultante ni rastro siquiera de la precedente división; de lo contrario, aislaremos, pero no unificaremos. Las disensiones que siempre han reinado en el mundo filosófico, y que aun hoy dominan, sobre el concepto de la belleza, no tienen otro origen que uno de estos dos: o la investigación no partió de una división convenientemente estricta, o la investigación no se prolongó hasta una unificación enteramente pura. Los filósofos, que al reflexionar sobre este objeto se entregan ciegos a la dirección de su sentimiento, no pueden lograr un concepto de la belleza; porque en la totalidad de la impresión sensible no distinguen nada aisladamente. Los filósofos que toman por guía solamente el intelecto no logran jamás un concepto de la belleza, porque en la totalidad de ésta no ven nunca sino las partes; el espíritu y la materia, aun en su más perfecta unidad, permanecen para ellos siempre separados. Los primeros temen negar la belleza dinámicamente, es decir, como fuerza eficiente, si separan lo que en el sentimiento va unido; los segundos temen negarla lógicamente, es decir, como concepto, si reúnen lo que en el entendimiento va separado. Aquéllos quieren pensar la belleza tal como ella actúa; éstos quieren que actúe como es pensada. Ambas partes tienen que errar; la una, porque con su limitada facultad de pensar quiere remedar a la Naturaleza ilimitada; la otra, porque quiere encerrar en sus leyes del pensamiento la ilimitada Naturaleza. Los primeros temen robarle libertad a la belleza si la dividen con exceso; los segundos temen destruir la precisión de su concepto por una unificación harto aventurada. Aquéllos, empero, no piensan que la libertad, en la que muy justamente ponen la esencia de la belleza, no es anarquía, sino armonía de leyes; no es capricho, sino máxima necesidad interior; éstos no piensan que la determinación, que con igual justicia exigen a la belleza, no consiste en la exclusión de ciertas realidades, sino en la inclusión absoluta de todas, y que no es, por lo tanto, limitación, sino infinitud. Evitaremos los escollos en que se han estrellado ambos partidos si comenzamos por los dos elementos en que la belleza se divide ante el intelecto, pero elevándonos en seguida a la unidad estética pura, mediante la cual la belleza actúa sobre la sensibilidad, y en la cual los dos estados desaparecen por completo.

   Si, pues, el temple estético del alma es como cero, en un sentido, a saber: en el sentido de que en él buscamos en vanos efectos particulares y determinados, es, en cambio, en otro sentido, un estado de máxima realidad, si consideramos que en él desaparecen todas las limitaciones y se suman todas las fuerzas que actúan juntas en ese estado. Por eso no se puede quitar razón a los que sostienen que la actividad estética es la más provechosa para el conocimiento y la moralidad. Tienen razón, pues una tesitura del espíritu, que comprende en sí el conjunto de lo humano, ha de encerrar necesariamente en su seno, en potencia, toda la manifestación particular de humanidad; una tesitura del espíritu que aleja toda limitación del conjunto de la humana naturaleza tiene necesariamente que alejarla de cualquiera manifestación particular. Porque no toma en su regazo, para fomentarla, ninguna particular función humana, y por eso precisamente es favorable a todas sin distinción, y no derrama sus mercedes sobre ninguna preferida, porque es ella el fundamento en donde todas alimentan su posibilidad. Los demás ejercicios procuran todos al espíritu cierta destreza especial, y, en pago, impónenle una limitación; pero sólo el ejercicio estético conduce a lo ilimitado. Cualquier otro estado en que podamos caer nos refiere a uno anterior, y necesita resolver en otro consiguiente: sólo el estético forma un todo en sí mismo, porque contiene en sí mismo todas las condiciones de su nacimiento y de su duración. En él tan sólo nos sentimos como arrancados de la cadena del tiempo; nuestra humanidad se muestra con tanta pureza e integridad que no parece sino que no ha hecho nunca la experiencia de los daños que causan las ajenas fuerzas.

   El objeto que acaricia los sentidos en la sensación inmediata, abre nuestro espíritu tierno y movedizo a toda impresión nueva; pero en igual proporción nos hace menos aptos para el esfuerzo. El objeto que pone en tensión nuestras potencias intelectuales, invitándonos al manejo de conceptos abstractos, da energía a nuestro espíritu para toda especie de resistencia; pero también lo endurece en igual proporción, y cuanto nos hace ganar en indiferencia nos hace perder en sensibilidad. Por eso, tanto lo primero como lo segundo llevan al agotamiento, porque ni la materia puede por mucho tiempo prescindir la energía plástica, ni ésta de aquélla. En cambio, si nos hemos entregado al goce de la verdadera belleza, entonces somos, en aquel momento, dueños en igual proporción de nuestras potencias activas y pasivas; con la misma suma ligereza nos entregamos a lo serio y al juego, al reposo y al movimiento, a la condescendencia y a la reacción, al pensamiento absoluto y al instintivo.

   Esta máxima ecuanimidad y libertad del espíritu, unida a la fuerza y el vigor, es el temple en que debe ponernos una verdadera obra de arte; no hay mejor piedra de toque para probar el legítimo valor estético. Si después de un goce de esta clase nos sentimos animados a cierta particular especie de impresión o de acción, y, en cambio, ineptos y sin gusto para otra, es ello prueba inequívoca de que no hemos experimentado un efecto estético puro, ya se halle la mácula en el objeto, o en nuestro modo de sentir, o —lo que ocurre siempre— en ambos a la vez.

   En realidad no puede darse ningún efecto estético puro, porque el hombre no puede nunca salir de la dependencia de las fuerzas. Así, pues, la excelencia de una obra no puede medirse si ‘no es por su mayor o menor aproximación a ese ideal de la pureza estética. Por grande que sea la libertad alcanzada, siempre terminará la contemplación estética en una determinada actitud y en una dirección característica. Ahora bien: cuanto más general sea la actitud y menos limitada la dirección recibida por el espíritu al contemplar determinado género de arte o determinado producto artístico, tanto más noble es ese género, tanto más excelente ese producto. Puede hacerse la prueba con obras de diferentes artes y obras diferentes de un mismo arte. Salimos de oír una bella música con la sensibilidad más alerta, acabamos de oír una hermosa poesía con la imaginación más agitada, terminamos de ver una bella estatua o un bello edificio con el intelecto más despierto. Pero si alguien se empeñase en invitarnos a ocupar el pensamiento en abstracciones inmediatamente después de haber gozado una elevada emoción musical; si alguien quisiera emplearnos en algún minucioso menester de la vida común inmediatamente después de haber gozado una elevada emoción poética; si alguien pretendiera calentar nuestra imaginación y sorprender nuestro sentimiento inmediatamente después de haber estado contemplando hermosas pinturas y estatuas, ese tal habría elegido una pésima ocasión Y es porque la música, aun la más espiritual, tiene por causa de su materia, una mayor afinidad con los sentidos, que lo que permite la verdadera libertad estética; la poesía, aun la más felizmente lograda, participa del juego caprichoso y contingente de la imaginación —que es su medio— más de lo que tolera la interior necesidad de lo verdaderamente bello; la escultura, aun la más excelente —y acaso éste más que ningún otro arte—, está en los linderos de la ciencia seria a causa de lo determinado de su concepto. Sin embargo, estas afinidades particulares se van perdiendo, conforme la obra de arte va ascendiendo en grado, dentro de esos tres géneros artísticos, y es consecuencia necesaria y natural de su perfección el que, sin remover sus límites objetivos, las diferentes artes «vayan haciéndose más semejantes en sus efectos sobre el espíritu. La música, llegada a su máximo ennoblecimiento, ha de tornarse figura y actuar sobre nosotros con la fuerza reposada de la escultura antigua; la escultura, a su vez, llegada a su máxima perfección, se convierte en música y nos conmueve por su inmediata presencia sensible; la poesía, llegada a su integral desarrollo, ha de cautivarnos como la música, y al mismo tiempo rodearnos, como la plástica, de una tranquila claridad. La perfección del estilo, en cada arte, consiste en esto: en saber borrar las limitaciones específicas, sin suprimir las cualidades específicas, y, empleando sabiamente lo característico, imprimir a la obra un sentido universal.

   Y no sólo las limitaciones propias del género de arte que cultiva debe el artista vencer por su labor, sino también las que provienen de la materia misma sobre que trabaja. En una obra de arte verdaderamente bella el contenido no es nada; la forma lo es todo. Pues la forma es lo único que actúa sobre el hombre entero, mientras que el contenido actúa sobre algunas potencias en particular. El contenido, por muy sublime y amplio que sea, opera siempre sobre el espíritu, limitándolo; sólo de la forma puede esperarse una verdadera libertad estética El verdadero secreto de la maestría, en arte, consiste en esto: que la forma aniquile la materia. Cuanto más imponente, absorbente, seductiva sea por sí misma la materia; cuanto más espontánea se ofrezca a ejercer su propia acción, o también cuanto más inclinado esté el contemplador a entregarse inmediatamente al trato con la materia, tanto más noble será el triunfo del arte que se impone a la materia y afirma’ su imperio sobre el contemplador. El ánimo del espectador y del auditor ha de permanecer por completo libre, intacto; tiene que salir del círculo mágico, que en torno de él traza el artista, puro e íntegro como salió de las manos del creador. El objeto más frivolo debe ser tratado de manera que quedemos dispuestos a pasar inmediatamente al asunto más serio. La materia más grave debe ser tratada de manera que conservemos la capacidad de trocarla sin demora por el juego más liviano. Las artes de pasión, como, verbigracia, la tragedia, no constituyen una excepción a la regla. Primero, porque no son artes por completo libres; hállame al servicio de un fin particular, lo patético; y, además, ningún verdadero perito en arte negará que, aun en esta clase, son las obras tanto más perfectas cuanto más libre conservan el ánimo en medio de los relámpagos de la pasión. Hay un arte bello de la pasión; pero un arte bello y pasional es contradicción, pues el efecto constante de lo bello consiste en librarnos de las pasiones Y no menos contradictorio es el concepto de un arte bello didáctico o de un arte bello moral, porque nada es más opuesto al concepto de belleza que el dar al espíritu una tendencia determinada.

   No siempre, empero, prueba que la obra carece de forma el hecho de que produzca efecto sólo por su contenido; puede ser igualmente que carece de forma el que la juzga. Si el espectador se halla en tensión excesiva o con el ánimo demasiado deprimido; si está acostumbrado a percibir ya con el entendimiento, ya con los sentidos solamente, entonces ante el conjunto mejor logrado se atenderá sólo a las partes, y ante la más bella forma, a la materia. Sensible sólo al elemento grosero, tiene que deshacer primero la organización estética de una obra antes de hallar un goce en ella; tiene que rastrear una por una las singularidades que el maestro, con arte infinito, hizo desaparecer en la armonía del todo. Su interés por la obra es exclusivamente moral o físico, y no es justamente lo que debiera ser: estético. Los lectores de esta especie gozan de una poesía seria y patética, como si fuera un sermón, y de otra ingenua y alegre, como si fuera una bebida capitosa. Y si llega su mal gusto hasta pedir que una tragedia o una epopeya —aunque sea una Mesíada— les sirva de edificación, entonces es seguro que se escandalizarán de una canción de Anacreonte o de Catulo.

* Federico Schiller, La educación estética del hombre, Col. Austral, Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires, 1943, pp 86-88 y 102-107. Los dos textos recopilados corresponden respectivamente a las cartas XVIII y XXII. Los títulos de uno y otro son nuestros.

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